La capital del narcotráfico
Lo dije una vez y lo diré de nuevo: las drogas no son malas. Sin embargo, estamos obligados a cumplir con las leyes de nuestra sociedad, so pena de vivir sin ellas. Sócrates sabía esto, así que bebió nomás la cicuta, consciente de que incluso el orden más injusto es mejor que ninguno. El narcotráfico, por lo tanto, debe ser combatido, así como los narcotraficantes; por ello me pregunto ¿por qué habrá creído Calvo que era una buena idea convocar a una marcha en contra del narcotráfico?
Así, aunque ya no quisiera escribir sobre el tema, me veo obligado a hacerlo, dadas las circunstancias que delatan que la nueva estrategia de la oposición es desprestigiar al movimiento cocalero utilizando la guerra contra las drogas como vetusto barco de guerra y, aún peor, bloquear el funcionamiento de la sociedad boliviana. Mala elección, pues al hacerlo dirigen los reflectores sobre las cabezas de muchos de sus miembros, quienes a diferencia de las élites colombianas no tienen la fuerza suficiente como para imponerse como les gustaría hacerlo. Es por eso que nuestro admirador de Pablo Escobar, Luis Fernando Camacho, no es más que una caricatura de mafioso, incapaz de hacer lo que hacía ese infame gánster en Medellín.
No obstante, estamos lidiando con un problema serio aquí en Bolivia. Entre las muchas observaciones que pude rescatar de mi abusada lectura de Peter Andreas encontré la siguiente: la violencia es una forma recurrente de resolver controversias entre los emprendedores del comercio ilícito, debido a que los mecanismos legales les están vetados por la naturaleza ilegal de su actividad. Es decir, dado que no pueden demandarse en tribunales que funcionen con normas, solo les queda los balazos. Las últimas semanas son un ejemplo de ello.
Pero las élites del narcotráfico no operan al margen de la sociedad, aunque sí de la ley. Por eso, invito al lector a considerar lo siguiente: aunque para producir cocaína los cárteles de la droga dependen de la hoja de coca que se produce en todo el territorio nacional, así como de la proveniente de Perú, la comercialización de su mercancía no se dirige a nuestro mercado interno, sino al de grandes metrópolis conectadas con destinos de ultramar donde la droga multiplica su costo, como EEUU y Europa. Y para poder sacarlas hacia tales destinos, ésta debe cruzar la frontera hacia el Brasil, a través de los departamentos de Pando, Beni y, sobre todo, Santa Cruz.
Una buena parte de los costos de transporte se paga justamente en estas regiones, donde el dinero circula y entremezcla con otros capitales; un pequeño norte de México, si se quiere. He ahí, si la verdadera intención es combatir el narcotráfico, necesario transparentar la proveniencia de esos recursos, que solo es posible mediante leyes como la que se impulsó a finales del año pasado, y que fue vetada, justamente, por la intensa campaña de las élites cruceñas. Una observación detallada sobre la proveniencia de la fortuna de sus miembros arrojaría escandalosos resultados. Invito al (Ministerio de) Gobierno a hacerlo. Es hora de atacar a la verdadera capital del narcotráfico, que, a diferencia de los cárteles mexicanos y colombianos, no podrían defenderse.
No obstante, eso no resuelve el problema de fondo, que no consiste en que amplios sectores de la sociedad se ganen el pan de cada día como engranajes más o menos pequeños en ese tipo de negocios, sino que también participen en él instituciones del Estado, en este caso el Órgano Judicial y la Policía. Al hacerlo, dichas instituciones contribuyen, tal vez sin quererlo, a otra dinámica que nota Andreas en otra de sus investigaciones: el debilitamiento de la democracia. Al hacer de la corrupción una rutina, desprestigian la institucionalidad del Estado, que puede conducir a una crisis de gobernabilidad por el simple hecho de que la gente ya no respeta la formalidad estatal.
La oposición está consciente de esto, razón por la cual bloquea todo intento de reforma institucional o incluso simples cambios de rutina, como sucede con el Defensor del Pueblo o como sucederá seguramente con la Contraloría. El objetivo no es hacer visible la disfuncionalidad de nuestro Estado, sino obstaculizar su funcionamiento mientras el actual partido esté en el poder, poniendo en riesgo no solo la estabilidad política de Bolivia, sino la propia vida de sus ciudadanos, que deberían estar conscientes de que la oposición boliviana no está comprometida con la idea de construir país. Su lógica es: “si no puedo ganar elecciones, que se hundan todos”.
Por todo esto, impulsar reformas estatales es una prioridad para el Gobierno, se cuente o no se cuente con la fuerza para ello. Se tiene una ventaja, por otra parte, y esa es la consciencia que existe sobre el penoso estado de nuestra Justicia y nuestra Policía. El pueblo debe marchar por ese tipo de consignas: por una nueva Bolivia.
https://bit.ly/3nFV9VT (La Razón)
Carlos Moldiz Castillo es politólogo