REFLEXIONES SOBRE EL MODELO CRUCEÑO (I)

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Santa Cruz: Del feudalismo medieval al capitalismo salvaje

El conflicto actual bajo el pretexto de fijar fecha para el próximo año al censo nacional de población y vivienda ha reflotado el discurso y la narrativa “cruceña”, teniendo como eje principal el auto atribuido éxito del llamado “modelo cruceño de desarrollo”. Este concepto va más allá de un modo de producción, de una forma de producción y de la apropiación de excedentes que caracterizan a una economía, para trascender hacia aspectos histórico culturales que configuran un concepto superior al que se le atribuye en la economía.

Intentar una definición al respecto lleva al riesgo de su limitación en la camisa de fuerza de algunas categorías de análisis; siempre insuficientes pues ellas mismas son, en definitiva, una interpretación de la realidad y, por tanto, un modelo cercano que intenta explicar el fenómeno. Por ello, habrá que darle crédito a José Luis Roca –historiador de definida tendencia conservadora–, quien afirma que la historia de Santa Cruz no es sólo la historia de la lucha de clases en la región, sino también la historia de las luchas regionales.

De hecho, Santa Cruz es una de las víctimas del capitalismo que asignó roles a los balbuceantes estados nacionales en el continente; así, Bolivia no debía dejar de ser un campamento minero que proveyera al mundo industrial capitalista de las materias primas baratas para su expansión y su consolidación. Que como país viviera dislocado e incomunicado durante siglos, poco importaba a las políticas extractivistas que reprodujeron modelos políticos propicios para esos mezquinos fines. De esa forma, el oriente boliviano languideció durante buena parte de su historia moderna en un remedo de hacienda colonial que sustituyó a ojos de sus vivientes al propio Estado. En las postrimerías del siglo XIX, incluso, ella llegó a ser tabla de salvación para los originarios, perseguidos sin tregua para ser enrolados en la naciente industria de la goma. La siringa se convirtió en la ley suprema de vastas regiones tropicales aledañas a las zonas de producción de caucho; la historia no escrita aún tendrá que contar cuántos centenares de pueblos y etnias de esas regiones fueron virtualmente aniquilados por los esclavistas modernos que cazaban al “bárbaro” con la misma impunidad con que lo hicieron sus antepasados, también europeos, con los negros en el África para disponer de mano de obra en sus afanes civilizatorios.

Por ello, la hacienda en el oriente boliviano tuvo un prurito progresista, en la medida en que reemplazaba con creces la ausencia del Estado. Ello permitió a los patrones administrar a su manera la educación y la salud, a la par que organizaba la producción y permitía al “propio” (así llamado el peón en el argot de las familias oligárquicas) tener al menos un techo de motacú y la comida suficiente para sobrevivir. Fue esa clase alta la que se veía postergada y excluida, a la espera de ser tomada en cuenta por la república de pacotilla que tenían como referencia de patria. Eran tiempos en los que hasta el azúcar con la que se endulzaba la taza de té en las minas se traía importada.

El capitalismo mundial advirtió que no sólo necesitaba mano de obra barata y materias primas a precio de gallina muerta; también requería de un mercado que tuviese el suficiente poder adquisitivo para fomentar el comercio con un desarrollo desigual y con relaciones de intercambio cada vez más desfavorables a los países periféricos. Entonces, en Bolivia, se urdió la colonización del oriente. Corría la década del ´40 y una misión encabezada por un tal Bohan, dibujó los lineamientos que debían regir el futuro del desarrollo de ese país minero por excelencia. Así se construyó la carretera que, finalmente, vinculó oriente con occidente, abriendo la posibilidad de intercambio comercial al interior mismo del país. Un hito previo en ese intento fue la visión de Germán Busch, el héroe de la guerra del Chaco, quien consideró llegada la hora de hacer justicia a las regiones y departamentos, promulgando una norma que establecía el reparto equitativo de las regalías del petróleo a los nueve departamentos del país. Así nació en Santa Cruz la lucha por el 11%, fortalecida además por el carácter productor de petróleo que tenía el departamento. Resultaba un contrasentido que no recibiera ningún beneficio por ello; es decir, que se reciclará al interior del país, la apropiación abusiva de excedentes a favor de un centralismo cuyo horizonte de país no pasaba de las minas y los valles.

Paralelamente, los grandes cambios históricos emergentes de la conciencia de patria que se habían reflexionado en las trincheras del Chaco, abrieron nuevos cauces a la cuestión regional. La Reforma Agraria fue la obra maestra del capitalismo mundial para Bolivia: se introducía la modernidad haciéndole creer al país que se avanzaba en la liberación del indio, que se lo volvía ciudadano. Cierto es que hubo grandes conquistas sociales, pero el huevo de la serpiente tardó pocas décadas en incubarse. La reforma agraria boliviana, más que reparar la injusticia histórica del despojo de tierras en el mundo andino, estuvo dirigida a colocar los cimientos del futuro desarrollo capitalista dependiente del país. No se limitaba al señuelo de las cincuenta hectáreas de dotación a quienes se atrevieran a “colonizar”, sino también a grandes incentivos. Así, el crédito para emprendimientos agropecuarios no fue a las comunidades aymaras y quechuas que proveían el alimento al país entero, sino exclusiva y excluyentemente a quienes estuviesen dispuestos a hacer agricultura en el oriente. Con ventaja, los primeros aspirantes a esa rueda de la fortuna fueron los hacendados de la región, que dieron lugar a varios emprendimientos agroindustriales. Para los potenciales migrantes, fue una forma de reclutar mano de obra para inmensos territorios que tenían potencial productivo.

El modelo “cruceño” funciona gracias a los subsidios del Estado centralista.

 Con el advenimiento de las dictaduras militares, se consolidó la dotación de tierras en pocas manos, es decir, el latifundio que ingresaba con rol asignado a la división internacional del trabajo. Aunque existen varios hitos que merecen ser revisados, en este artículo se pone énfasis en el llamado “boom” del algodón en el oriente boliviano. El capital financiero internacional asignó recursos para fomentar su cultivo; no más de cinco firmas a nivel mundial monopolizaban su comercialización. Las tierras mal habidas fueron prontamente utilizadas en ese propósito; pero la producción demandaba mano de obra para la cosecha. Así nació una efímera federación de cosechadores de algodón que hizo derramar ríos de tinta a sesudos ideólogos y sociólogos, que debatían acerca de la vía del desarrollo agrario en Bolivia, que si la vía “junker” o la vía “farmer”, que si los cosechadores eran la nueva fuerza proletaria insurgente y cosas por el estilo. Un decreto malhadado del gobierno de Banzer sepultó todo aquello; es que los precios fijados por las transnacionales, que tenían la sartén por el mango, no convencían a los empresarios del agro cruceño. Ingeniaron imponerle al dictador un decreto que prohibía la salida del algodón boliviano a menor precio del que ellos estimaban justo y necesario; entonces, las transnacionales consideraron poco serios a los bolivianos y les agradecieron con mucha gentileza sus esfuerzos, pero lamentaron no poder comprar el producto. Y con algodón estocado que, finalmente, tuvo que ser vendido a precio de gallina muerta, se acabó la era de lo que con exceso de entusiasmo no pocos economistas bautizaran como el “oro blanco” de Santa Cruz.

Las bases de producción estaban, sin embargo, ya establecidas. Estas bases no eran otras que una infraestructura costeada por el Estado boliviano para generar condiciones de producción favorables a los agro empresarios del oriente: carreteras, obras de infraestructura y, lo más importante, créditos y subsidios a ciertos costos de producción; entre ellos, el diésel requerido para mover la maquinara agrícola que demanda una agricultura extensiva.

Cuatro son los pilares bajo los que se asienta ese modelo de desarrollo agropecuario del que tanto se jactan las clases dominantes del departamento: el latifundio, el monocultivo, el uso de transgénicos y la aplicación indiscriminada de pesticidas. Sin latifundios, no sería posible lo que se denomina la economía de escala; es decir, la producción a gran escala con inversiones sobre todo en insumos, maquinaria y, tangencialmente, trabajo asalariado. Una segunda condición para esa agricultura a gran escala es el monocultivo. En determinadas regiones cruceñas, la caña de azúcar fue el cultivo característico del monocultivo; fue prontamente sustituida brevemente por el algodón y, en los últimos tiempos, por la soya. El monocultivo trae aparejado el uso de ciertos insumos imprescindibles; entre ellos, las semillas, los abonos y los pesticidas. En el caso de las primeras, éstas, para ser “eficientes”, deben ser transgénicas. A ello, los empresarios actuales ahora le llaman “biotecnología”. Se trata de semillas producidas por unas cuantas firmas transnacionales, con la finalidad de manejar toda la cadena, productiva, desde la producción hasta la industrialización y comercialización. Una variedad transgénica no es otra cosa que una planta que se vuelve, por la vía de la manipulación genética, resistente a alguna plaga; generalmente, otra planta que le hace la competencia en el consumo de los nutrientes del suelo. Surge, entonces, una cuarta condición: el uso de pesticidas a gran escala. El más conocido es el glifosato, que se aplica en grandes extensiones con diversos métodos que incluyen la fumigación aérea, para hacer desaparecer todo tipo de plantas que no sean la variedad elegida; en la mayoría de los casos, de soya. A todo ello, baste señalar que la productividad, en el caso de la soya, no ha aumentado en Bolivia desde hace veinte años, a pesar del creciente uso del paquete tecnológico que nos venden las transnacionales.

Si se le saca una sola pieza a la estructura, el modelo no funciona. Para entender la falacia del éxito del modelo de desarrollo agropecuario cruceño, baste señalar que, sin los subsidios al diésel, ningún producto (llámese soya, girasol, azúcar, etc.) sería lo que los economistas capitalistas llaman “competitivo”. El Estado centralista, tan duramente criticado por las élites cruceñas, subsidia el modelo. Subsidio que lo reciben hechas a las distraídas, mientras se dedican a denostar al centralismo como la madre de todos sus males. ¡Ay de quien se atreva a cortar la mamadera! Ya lo probó el gobierno de Evo Morales, cuando decidió hacerlo, se enfrentó a una protesta que terminó doblándole la mano. Desde ese entonces, nadie más se ha atrevido a quitarle a esa oligarquía lo que considera como propio: el diésel importado por el Estado y vendido a la agro industria a precios más bajos de lo que le cuesta a Bolivia comprar.

Pero, ¿quiénes son los que en realidad se benefician de este modelo? Sin duda, los excedentes han dado pie a una dinámica económica que ha hecho de Santa Cruz un innegable polo de desarrollo. Por ejemplo, se estima que son más de 300 mil trabajadores por cuenta propia en talleres de metalmecánica, automotores, carpinterías y transporte. El efecto multiplicador ha permitido una bonancible industria de la construcción, que demanda creciente mano de obra calificada; además de un sostenido crecimiento del comercio interno. Santa Cruz es, pues, la locomotora de Bolivia, ni duda cabe.

La agricultura depredadora es el cimiento endeble de la agroindustria.

Pero el modelo tiene sus bemoles. Los efectos de una agricultura depredadora se convertirán en impactos demoledores en el mediano plazo; la frontera agrícola tiene un límite y el futuro medioambiental empieza ser una preocupación más allá de las posturas filantrópicas, para convertirse en una bomba de tiempo. Abordaremos el tema en un próximo artículo, en el que analizaremos también, la victoria cultural del capitalismo que, en su momento, hacía repetir a los chilenos del camino que se les impusiera de la mano de Augusto Pinochet, como “el modelo del modelo”. En el caso que nos ocupa, avanzamos un interrogante a manera de desafío. ¿Cuánto de las ganancias generadas por ese modelo se queda en Bolivia?

 

Fernando Valdivia

CRPMC

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